Los no lugares no existían en el pasado.
Son espacios propiamente contemporáneos de confluencia anónimos, donde personas en tránsito deben instalarse durante
algún tiempo de espera, sea a la salida del
avión, del tren o del metro que ha de llegar.
Apenas permiten un furtivo cruce de miradas entre personas que nunca más se encontrarán. Los no lugares convierten a los
ciudadanos en meros elementos de conjuntos que se forman y deshacen al azar y son
simbólicos de la condición humana actual. El usuario mantiene con estos no lugares
una relación contractual establecida por el billete de tren o de avión y no tiene en ellos
más personalidad que la documentada en su tarjeta de identidad. Este clásico de Marc
Augé, quien acuñase el término «no lugar» en la década de 1990, no ha perdido ni un
ápice de actualidad, siendo tal concepto aún definitorio de nuestros tiempos y nuestra
compleja relación con el espacio. Atento al uso de las palabras, releyendo los lugares descritos por Chateaubriand, por Baudelaire y Benjamin, Marc Augé abre nuevas
perspectivas para conceptualizar una antropología de la «sobremodernidad», que podría ser también una etnología de la soledad de la condición humana contemporánea
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